Poesía, una vez más



La razón populista aseveró — altavoz en ristre— que con ella la poesía sería para todo el mundo, queriendo decir — ingenua o malvadamente — que todo el mundo tendría acceso a la poesía, que todo el mundo la entendería, que la poesía formaría parte de su vida, incluso que todo el mundo era poeta.

Ese fue el momento en que la cursilería se adueñó del mundo, la poesía huyó a sus cuarteles de invierno (permítanme la expresión tópica y ajada) y unos cuantos comenzaron a ser superventas ‘poéticos’. Incluso, aún lo recuerdo, todo el mundo fue poeta (todos menos yo que profeso por la poesía un sentimiento antiguo y clasista en el que el respeto y la alta exigencia van de la mano). De todo ello ha quedado un grupito — ya no côterie — que vende mucho: la poesía es de todos previo pago. Ahí llegó la razón populista en su desamor por la poesía — y el pueblo tan contento de su incoherencia (al pueblo le agradan siempre las incoherencias, es más, solo acepta las incoherencias, de qué si no iba a tener tanto predicamento la razón populista). 

La poesía quedará — en el mejor de los casos — para las mujeres empoderadas con el burka — quienes la leerán bajo este o en el harén — ese lugar en que huele a verduras cocidas y a oveja vieja — que el imaginario populista (seamos justos, y digamos el imaginario de toda la sociedad occidental, diestra y siniestra) ha convertido en un lugar antes de solaz masculino y ahora de liberación femenina (siempre y cuando no abandonen las tareas del hogar, de la crianza de los niños y del cuidado del marido). Un serralllo — esto lo ignora la razón populista — siempre huele a pies y a orina prostática. Las huríes son solo seres de ficción (que el populista cree que son reales).