Solidarios al por mayor



La solidaridad, ese sentimiento —porque, seamos sinceros aunque terminemos siendo crueles, hoy en día la solidaridad es solo un sentimiento, ya no una acción — que nos permite irnos a la cama con la conciencia tranquila— como aquel niño que rezaba antes de acostarse y pedía por los pobres del mundo.

Hoy pedimos por las mujeres afganas— desde las redes sociales, ese nuevo lugar de culto (recordemos el Templo de Jerusalén en tiempos de Jesucristo) — mientras nos tomamos unas cervezas con los amigos y, de paso, vemos los resultados del fútbol, la  Vuelta, o la última colección de Dior, por ejemplo. Escribimos nuestros mensajes de solidaridad y, como el niño orante genuflexo, sentimos un calorcillo que nos desciende por la columna y que termina en una hinchazón del torso.

Quizás incluso vayamos a alguna manifestación en la plaza mayor —o cualquier otro lugar emblemático (ya no se pueden convocar manifestaciones en lugares insulsos—importa más el lugar que la razón de la manifestación, cosas del énfasis). La manifestación, o convocatoria silenciosa amenizada por un portavoz que brama por un megáfono, es una buena ocasión para reunirnos con los amigos que hace tiempo no vemos— los colegas de farra y de compromiso político adolescente— para tomarnos unas cañas, o ir a cenar si se tercia.

Nos sentimos bien cuando somos solidarios porque no nos compromete. Mañana buscaremos otros con quienes ser solidarios, porque lo malo de la solidaridad populista es que aquellos que la necesitan o los matan o dejan de ser noticia— que es otra forma de morir.