Otro menos (o quizás, otro más)



José Manuel Cabballero Bonald estaba ahí, silencioso, ajeno ya a todo, o eso parecía porque de vez en cuando regresaba y nos lanzaba una buena filípica, casi siempre equivocada pero era un gran poeta y se lo perdonábamos. (Las filípicas y los sermones solo debemos aguantárselo a los poetas -- a los buenos poetas, por supuesto) porque antes de la filípica nos ha dado su poesía y porque la filípica es solo una coquetería que ni siquiera él se cree. 

Un poeta bueno lanza filípicas,  sermones, por una arrebato nostálgico. Cree que aún tiene un puesto en la sociedad y cree que esta aún le escucha, como hacían con sus antecesores allá cuando la literatura tiene importancia social. Hoy no la tiene y el poeta, que lo sabe, nos entrega sus versos y, de vez en cuando, un sermoncillo, la nostalgia de un pasado y una cierta mala conciencia por ser inservible. (Hay poetas que esa conciencia no la tienen y no nos endilgan los sermones dominicales de las almas puras).

Caballero Bonald no era de estos pero nos daba igual porque su poesía era generosa. Las filípicas se las aceptábamos como inocentes exabruptos que no tenían nada que ver con su poesía. (Lo malo comienza cuando el lector no puede ver la diferencia entre poesía y sermón, cuando una y otro son los mismo. Ahí hay que parar de leerlo porque el clérigo ha fagocitado al poeta).

Caballero Bonald ha fallecido. Habrá unas cuantas lamentaciones, habrá elogio de su obra, alguno ensalzará sus filípicas, y luego... el silencio. Que sea el de la biblioteca donde continuaremos leyéndolo.