Recuerdos de lo que ya solo será lejano y, para mí, siempre vivo



En la pantalla salían las caras de unos actores que había visto bastantes veces en unas escenas que recordaba brumosamente – o, simplemente, no recordaba. Era curioso que sus expresiones me resultaran familiares, que la delgadez de entonces no la hubiera olvidado, que la camisa chillona no fuera una sorpresa. Eusebio Poncela conducía un coche que ahora parece viejo – casi todos los coches parecen viejos en las películas de Almodóvar, al contrario que las casas. El estudio de Poncela en La ley del deseo deja ver una sobria modernidad de alguien que aún no ha llegado a lo más alto. Estaba construyendo en esa, y en las películas que le seguirían, la Posmodernidad española. El diseño textil está ya presente, así como los colores puros, rechiscantes. El mundo contracultural ha retrocedido y el espectador se encuentra con familias de clase acomodada que, sí, brujulean por los submundos del artisteo y del malditismo pero que, aunque formen en cierta medida parte de él, ese mundo ya no es el suyo – y no lo es porque en la película tiene poca importancia – es solo simple decorado. La película es un melodrama – las canciones lo acentúan, sobre todo los boleros del final. En la película se pasa de las canciones de Almodóvar y McNamara, pastiches de la posmodernidad musical española en la que tan bien encajaron transitoriamente, a las canciones sentimentales de Bola de Nieve y Los Panchos que cierran la película.

Veía la película tan interesado como la primera vez – hace de eso más de treinta años – a pesar de que recordaba las líneas generales del guion. La había puesto porque quería ver una película de cuando el golpe de estado. En principio pensé en laberinto de pasiones, una película fresca pero desmañada. Luego, al ver que también tenía La ley del deseo la elegí a pesar de la distancia con el año 1981. Fue, creo, un acierto. Laberinto de pasiones es una película filmada en pleno auge de la Movida (y ahora lo de menos es la referencia temporal y social, mucho menos cultural); auge para los adolescentes que la vivían (Almodóvar, desde luego, no lo era) no para el púbico generalista (y aquí el uso del término público, o espectador, es exacto) que aún oía con cierto desconcierto, incredulidad y desconfianza el vocablo. ‘Cosa de drogatas’ para algunos que no andaban muy desencaminados o expresión de la decadencia fascisto-capitalista  de una España que no se enganchaba al banderín de la revolución (más que casposa ya entonces – aunque ahora quieran que la veamos vestida de seda). Era simplemente la Posmodernidad española – urgente, irracional, atolondrada, adolescente, a veces juvenil.

Lo interesante es que La ley del deseo convoca todo eso que fue la Movida cuando ya se está volviendo un fenómeno de masas y se ha desnaturalizado. De esos años – 1987 – son las crónicas y artículos de algunos reporteros, de columnistas a quienes habíamos leído con interés pero no se sabían de qué hablaban. Incluso alguno de los que vivieron eso que se nos presentó como una aceleración vertiginosa de la historia – y que fue el reciclaje apresurado de ideas y movimientos que llevaban en Europa desde finales de la Segunda Guerra Mundial – tampoco se enteraban mucho. Pero eso ya importa poco.

La Ley del deseo resumía – junto con Matador y Mujeres al borde de un ataque de nervios – ese Madrid moderno, posmoderno, irónico, que recogía de la tradición castiza muchos elementos y los incorporaba – siempre irónicamente – a su poética. Almodóvar, sin embargo, ya estaba abandonando ese mundo contracultural para lanzarse a dirigir algunas de sus mejores películas – a pesar, incluso, del barroquismo sentimental que aún lo gobierna y que da forma a su melodrama.

 

La elegí al final y la puse. Se me pasó la tarde recordando, reconociendo rostros y frases y actitudes – frescas todas entonces. Era otro país emplazado en el mismo lugar en el que yo seguía viviendo. Treinta años dan para mucho, también para que cambie un país. Sin duda, Almodóvar, y los actores, y yo mismo, y tanta otra gente, hacemos como que todo sigue igual. No, nada es igual ya. No solo por la edad ni por el tiempo transcurrido.