Nada como una conspiración



 Leo en el TLS una reseña sobre la muerte de Albert Camus. Asesinato, según su autor. Camus — un periodista y dramaturgo, autor de una de las novelas más interesantes de la mitad del siglo XX (de las pocas en verdad interesantes de la posguerra, quizás la única) — tenía enemigos muy poderosos y bien situados, en el gobierno incluso, que decidieron matarlo por ser un peligro para Francia: por no ser un patriota (solo así se puede escribir El extranjero; se entiende que apenas haya novelas buenas entonces y ahora), por lo visto.

El accidente de tráfico en el que él y su editor Gallimard murieron fue provocado, dice el autor. Es el ensueño de cualquier novelista de misterios. Un coche, una carretera, un frenazo, un coche descontrolado. En la pantalla cinematográfica impresiona, en la vida real queda vulgar por lo que tiene de real.

A pesar de todo, la satisfacción engolada de la importancia lleva a la gente a postular conspiraciones. Camus era peligroso — más bien yo diría que era libre, pensaba por su cuenta sin seguir los dictados del PCF, de la derecha Gaullists ni de los nacionalistas francesas. Tenía todo para caer mal, sobre todo a los guturales intelectuales. Otra cosa es lo de ser peligroso. Un escritor solo es peligroso en la mente calenturienta del autoritario o en la novelesca del adolescente— dos tipos más parecidos de lo que algunos creen. 

El autor de la biografía lanza la tesis de que el KGB lo asesinó. Ciertamente el KGB lo ha hecho en el pasado — y en el presente. Sin duda Camus amenazaba la hegemonía cultural del PC — ¡y eso solo por decirle a la gente que pensara sin ataduras y sin consignas! 

¡Aún así, a pesar de todo, nos gustan demasiado las conspiraciones!