Barroco

 


Siempre me ha interesado el Barroco. La desmedida importancia que atribuye a la apariencia por encima de la realidad fue siempre, a mis ojos, un triunfo sobre el racionalismo griego. ¡Quién quiere ser realista con quince años!, la edad que yo tenía cuando estudiaba a los filósofos y los físicos griegos — no había diferencias entre ellos, me decían. El Barroco era el triunfo de la opinión sobre la doxa — la opinión, que tanto criticaba Parménides, el triunfo del sentimiento sobre la razón, de lo exagerado frente a lo austero. 

En ello estamos ahora todos — excepto unos pocos que aún creen en la fuerza de la realidad — ¡los realistas!, sí, especie que en breve se extinguirá. Hoy todos sabemos que lo de menos es lo que ha ocurrido, que lo importante es cómo se cuenta el hecho. Sabemos que la verdad estorba, que la mentira es más creíble, como demostró Hannah Arendt y la historiografía marxista puso en práctica: Gyorgy Lukacs, por ejemplo, que tergiversó todo lo que creyó necesario en Historia y conciencia de clase, o los poetas de Stalin (Aleksander Tvardoskii, Semen Gudzenko, Aleksei Negodonov, Mikhail Lukonin, y tantos otros tristes poetas arrimados al poder) que cantaron la victoria soviética tras la guerra. La guerra la ganaron los americanos e ingleses así que los soviéticos solo pudieron cantar la falsa gloria soviética; para eso sirven los poetas, para falsificar la historia, tristes ruiseñores de una aurora que solo existió en sus libros y en las mentes de sus lectores, tristes también.

El Barroco, decía, permite mentir a sabiendas de que es mentira porque solo importa la apariencia. ¡Por fin ha triunfado! Aunque disimulamos sabemos que todo lo que nos dicen los voceros del Poder es mentira, lo sabemos y nos alegra, porque somos barrocos.

Eso sí, al contrario que en el siglo XVII no tenemos ni un Góngora ni un Quevedo, ni siquiera un Pedro Soto de Rojas o un Gabriel Bocángel. Aunque... ¡quién los necesita teniendo a los poetas de Twitter!