Final maestro


Uno de los finales que más me han sorprendido es el de Los pájaros, la película de Alfred Hitchcock en que un pueblecito se ve atacado, sin razón aparente, por bandadas de pájaros, la mayoría con connotaciones siniestras; así, los cuervos o las gaviotas. (Uno, que ha observado los cuervos americanos en su hábitat natural, se sorprende por la mala fama que tienen, pero, ya se sabe, contra la sabiduría popular no hay nada que hacer). 

Los pájaros, como si presagiaran un mal cósmico, se reúnen en ese pueblecito de la costa oeste americana. La fotografía, el graznido terrorífico, los rostros de los personajes – el miedo que aletea ante una catástrofe natural que se anuncia pero de la que nadie sabe nada – crean la atmósfera ominosa.

El espectador podría esperar que al final todo se resolviera con un triunfo del bien. El cineasta genial que es Hitchcock piensa – y acierta – que es mejor dejar la sombra de la catástrofe sobrevolando el pueblo. Los protagonistas se marchan hacia el horizonte huyendo de la pesadilla que han vivido, aunque en la película no hay sombra de duda de que lo que han vivido es real e incomprensible. 

Ese coche que se aleja, que es el preludio de los títulos de crédito, deja al espectador con un poso de insatisfacción y de desasosiego.