El método empobrecedor

En la mañana temprana – con la ventana abierta y el aroma de la fruta alzándose desde la frutería, que ha vuelto a montar su tenderete callejero – desayuno pensando en la textura de la vida: la rugosidad de cada experiencia individual, el espesor de lo vivido que nos ata a la realidad y nos hace libres. Una vida no es ejemplo de nada pero le sirve a uno para no dejarse llevar como una peonza.
El gusto por la lectura de biografías de persona – nunca personajes – ejemplares proviene de aquí: del espesor de sus vidas y nunca de las aventurillas que vivieron o a las que sobrevivieron. Me interesan más lo momentos de dudas, las vueltas que dieron sopesado todo hasta tomar una decisión, los momentos de duda y de abatimiento, como cuando Margaret Thatcher, durante la Guerra de las Malvinas, tenía por costumbre acabarse una botella de whiskey.
Quien nos dice que la vida es fácil y que no tiene problema en tomar decisiones, o nunca se ha enfrentado a una de verdad o siempre utiliza el ‘método’, que al final consiste en despojar a la elección de toda su fuerza – parte de ella peligrosa o muy peligrosa – y reducirla a algo banal, algo así como el combate entre ‘buenos’ y ‘malos’. Por eso las personas del método siempre se equivocan mientras que los ametodológicos – lamento el término – suelen acertar con mucha frecuencia y, sobre todo, sus fallos suelen ser menos dañinos y duraderos.
De ahí la superioridad de Albert Camus.