Vidas sumergidas


Ya no se reúnen en la estación de autobuses al atardecer para compartir la bebida, los cigarrillos y algunas risas o improperios, que de todo hay. La entrada ahora está vacía – solitaria, casi desolada. A una de ellas – creo recordar que la única mujer, al menos la única asidua – la veo en un parque del sur de la ciudad a cualquier hora del día. Lleva todas sus pertenencias en diecisiete bolsas, una mochila y un carro de la compra. Está abotargada y sigue bebiendo como antes. Algunas noches la acompaña otro de sus antiguos compañeros. Fuma tranquila mientras espera que alguien le eche una moneda en un pequeño cestillo.
He leído que otros se refugian bajo los puentes de la ciudad, y alguno más estará en algún albergue. No sé. Quizás ahora los albergues estén cerrados y ellos se hayan marchado a otras ciudades – no más hospitalarias pero sí más cálidas.
Las vidas sumergidas prosiguen con sus rutinas – quizás ahora más severas – con certeza más crudas.