Paseo central, los libros


He caminado por la calle de la Estación pasando por lo que fue la antigua Escuela de Comercio – y ahora es la sede del Registro de la Propiedad – un edificio no particularmente bello rodeado de otros ruinosos. Es una de esas calles donde se aprecia la dejadez de la ciudad – de cualquier ciudad – junto con algunos edificios aislados que han sido renovados. Todas las ciudades tienen alguna zona similar. La calle de la Estación no es especialmente larga ni tiene una personalidad propia si se exceptúa el muro que en un costado la recorre y separa de la vía del tren.
Al final está la Plaza de Colón, y a mano derecha entre la acera de Recoletos y el Campo Grande, una extensión enrome dedicada a los deportes y donde – en ocasiones especiales – instalan unas casetas. He paseado por la acera a las seis de la tarde – una hora extraña para mí, que no salgo hasta las 8. La luz de la clara primavera – ligera—colma todo. En las casetas los libros antiguos, pero sobre todo los de lance y los restos de colecciones esperan que alguien los hojee. He pasado la tarde manoseándolos, preguntando por algunos libros que llevo buscando mucho tiempo y – me dicen – están descatalogados. He preguntado por colecciones que sé han dejado de publicar porque la editorial ha quebrado. He pensado que es una verdadera lástima que todo el fondo del Círculo de Lectores no haya llegado aún.
Cuando ya apenas quedaba luz y el frío comenzaba a molestar, me he marchado del paseo central, buscando un bar donde cenar algo. Me he acordado de que Fernando Fernán Gómez rememoraba el final de la guerra civil diciendo que cuando acabó salió a pasear, y con tanta ansia salió que no paró hasta llegar a un pueblo no muy cercano, cuyo nombre ahora no recuerdo. Volverán los paseos, y no solo en la imaginación.