Las palabras


André Maurois – quien no es, desde luego, mi escritor favorito, ni uno de los que sienta más cercano – dejó escrito que las palabras acercan y los silencios destruyen, y es algo que estos días concretos siento con especial agudeza. No temo al silencio; lo busco, en realidad, lo necesito como necesito el aire. Un día en que la cháchara o el ruido no cesen en algún momento es algo inaguantable. No llego al extremo de Cioran que llegó a escribir que tres horas de conversación eran tres horas perdidas (en algunos casos sí que lo es), pero busco – por pura necesidad – tener algunos momentos de silencio – que, probablemente, no enriquezca mi vida pero la menos la serena.
Luego están las palabras. No todas acercan ni todas merecen la pena. En esta sociedad de las redes sociales y de gente que habla sin haber pensado en lo que va a decir, la palabra está devaluada – quizás no tanto como la imagen. La palabra acerca y acompaña. En concreto la palabra escrita, la corregida, pensada, afinada y aquilatada hasta límites casi neuróticos. Las de los moralistas franceses, que fueron capaces de resumir en dos frases o en un solo adagio un pensamiento complejo; la de Giacomo Leopardi – tanto da su poesía como su Zibaldone; la de Gustave Flaubert o la de Emily Dickinson, quien en la palabra exacta, necesaria y ordenada encontró todo un universo.
No todas las palabras acompañan pero las que lo logran lo hacen para siempre, y en esa compañía destruyen lo que tiene de misantropía la lectura.