Las palabras (II)


“Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible”
Rainer María Rilke

Quizás no sea muy oportuno recordar en estos días los versos de Rilke. El ángel es terrible porque está por encima del humano, y nunca se confundirá a menos que quiera pagar el precio de verse rebajado. Algo así contaba Wim Wenders en Cielo sobre Berlín. Es difícil soportar la belleza porque es de naturaleza sobrehumana – al igual que el ángel. Hay un algo en lo bello – eso sobrehumano – que nos atemoriza quizás porque invade el terreno de lo sublime.
Lo sublime produce angustia porque muestra el límite más allá de cual el hombre no puede avanzar. Dicho límite es un abismo, no una frontera. Las fronteras las podemos cruzar, las saltamos cuando tienen la forma de barrera. Ante el abismo nos detenemos en seco y contemplamos – con horror – su negrura. Más allá no hay nada porque nada vemos.
Un catálogo de una exposición de Francesca Woodman se titula Ser un ángel. Cuando alguien contempla las fotografías entiende el título porque la figura – a veces solo presentida – de la fotógrafa, figura aérea, transparente como la luz que da volumen a sus fotografías. Hay algo terrible – en su belleza – en la figura de Woodman que es, en el fondo, el único tema que encontramos.
En Cielo sobre Berlín un ángel acepta ser humano, Woodman anhela ser un ángel, desprenderse de los límites del cuerpo. En estos días – cuando miro por la ventana – siento con mayor agudeza lo fronterizo nuestro que nos hace humanos. 
La palabra – en casos extremos – abre la perspectiva de lo terrible y bello, las fracturas de nuestra humana condición, cada vez más frágil, casi ya inhumana.