La muerte oculta


Amanece lluvioso el día y el vecino ya está vendo la televisión. Pienso que nada hay más útil que una pantalla. La vida es un simulacro, como nos advirtió Jean Baudrillard. La guerra de Irak – de esa hablaba – no tenía lugar en el campo de batalla sino en las pantallas de los televisores, en lo que las televisiones difundían. Hubo una guerra y hubo la propaganda de la guerra. Nada nuevo, solo el medio utilizado. Algo similar ocurre ahora, aunque no hay guerra, por más que algunos utilicen el inflamado lenguaje militarista: resabios de cuando entonces que nunca vivieron.
No estamos preparados para la muerte. Esta ha desaparecido de nuestras vidas. Desde siempre la hemos conjurado con ritos. Esta semana celebrábamos la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo: Todo un espectáculo que hace del sufrimiento y de la muerte algo incruento por lo que tiene de estético. La belleza de las tallas oculta al espectador – al menos al espectador de nuestros días – el horror de la muerte.
Nos vanagloriábamos no hace tanto de que la nuestra era una generación sin guerras. No nos han llamado a filas para luchar por nuestro país ni hemos recibido los ataúdes de quienes murieron en la batalla – aquí o en lejanas tierras – por España. Algunos nostálgicos aún tienen ensueños de revolución donde la muerte no está presente. Rusia y Cuba han acabado como nostálgicas evocaciones del paraíso que pudo ser y donde los cientos de miles de disidentes políticos asesinados no comparecen.
La sanidad pública ha reducido los índices de mortalidad infantil y los ancianos mueren plácidamente en las residencias para ser luego trasladados a los asépticos tanatorios. Quien más y quien menos cuenta con vivir ocho décadas e incluso nueve si le apuran. A partir de esa edad la muerte es solo un trámite burocrático.

Ha cesado la lluvia, el cielo sobrecargado de gris amenaza aún. En la tierra hay una claridad despojada que hiere. A la muerte la ocultamos o la encerramos en el rito para creer que ha dejado de estar.