Filosofía


Desde el inicio del encierro he contemplado más que nunca el cielo y he observado los muchos matices que el azul y el gris despliegan. El cielo había sido hasta hora una inmensa lámina de azul metálico en verano y una condensación de grises rugosos, algodonosos a veces, en invierno. Ahora, en esta primavera que apenas lo parece, los azules y los grises se confunden en sus texturas lejanas.
Abajo proseguimos con la constatación de la humana fragilidad. No por sabida angustia menos. Saber que nos vamos a morir cuando la muerte ha desaparecido del escenario otorga una extraña sensación de invulnerabilidad. Constatarlo todos los días por las noticias que llegan de amigos en la UCI o en la morgue – en la inmensa morgue donde se alienan los ataúdes – revive los miedos ancestrales, y con ellos el deseo de salvarnos a cualquier precio, incluido el de la servidumbre.
La alegría de nuestra falsa inmortalidad en el último medio siglo ha hecho de gran parte de la filosofía algo banal, solo apropiada para tiempos de esplendor y opulencia; para momentos donde la muerte no estaba presente. Dice Platón, por boca de Sócrates, que la filosofía es aprender a morir. Nosotros, que nos creímos inmortales, perdimos ese venero filosófico. Para algunos esta era la hora de los filósofos. En general, estos han sido solo clérigos, o gente despistada ante esto que nos ha venido. Se salvan muy pocos, esos que durante todos estos años persistieron en la vía de la razón. Simon Critchley, en un artículo irónico, deja bien claro el triste destino – alcanzado – de muchos filósofos: clérigos, bufones o personaje áulico.