Agente infeccioso


Antoine Gallimard – de los Gallimard de toda la vida, editores ejemplares – afirma que no está convencido de que el mundo no cambiará después de la epidemia. Sería demasiado bello, añade. Esa aclaración pone en su lugar a todos los clérigos que estas semanas llevan pringando el ambiente; la dulzura es siempre pegajosa y dificulta la libertad. 
La misantropía, por el contrario, es higiénica – y ahora más que nunca, nos repiten, necesitamos higiene; aunque, me temo, se refieren a otro tipo de higiene. Necesitamos la higiene que procura el pensamiento claro y la simpatía cordial, la higiene del escepticismo – en esto siempre hemos sido muy poco limpios: España es un país de creyentes – aunque cada vez haya menos católicos, el número de creyentes sigue subiendo. 
Necesitamos la claridad higiénica que da sabernos mortales y saber que el hombre es un agente infeccioso, pero que junto a las infecciones ha llevado la alegría – también la tristeza –a otros lugares. Uno piensa qué habría sido de nosotros si fenicios o romanos, o ingleses – también nosotros, los españoles – no hubiésemos circunnavegado el orbe. De igual modo, qué ocurrirá si a partir de ahora nos encerramos en nuestras fronteras y ni salimos ni permitimos que entre nadie.
Lo dicho, no mejoraremos porque eso sería demasiado hermoso, pero seguiremos siendo agentes infecciosos: de la libertad, los derechos humanos, la felicidad o la amistad. No olvidemos, a pesar de todo, un punto de misantropía.