Mortalidad


Amanece fresca la mañana, clara en su pulcra exactitud de perfiles. La acompaña la música de Maurice Ravel: un violín y un piano. El violín va perdiéndose por circunvoluciones que se alejan mientras el piano prosigue su paso demorado entre los agudos y los graves. Parece estar de acuerdo con la mañana que avanza con lentitud, a trompicones, alejada de tantos afanes ahora fútiles.
Hay quien, por decisión o imposición – o las dos razones – decide situarse al margen, al menos durante un tiempo. Así, Fernando Savater. El desconsuelo por el fallecimiento de su mujer lo lleva a hablar de un tiempo ya pasado pero presente sin remedio. Savater ha escrito un gran libro en que recordaba su vida juntos y era, en cierto modo, una reflexión sobre la mortalidad desde el punto de vista del que se queda. En realidad, es el único que tenemos. Somos mortales, nos repetimos casi todos los días, aún más cuantos más años cumplimos. No obstante, la mortalidad solo la padecen los que quedan vivos. Un tiempo – que en muchos casos dura hasta el fin de la vida – de ausencia y de recuerdo que intenta, vanamente, llenar el vacío. Solo queda el recuerdo, que va deshilachándose; a veces quedan las palabras: las cartas que escribimos y nos escribieron; o algunas fotos, tan hirientes cuando volvemos a verlas. Quedan también las lecturas compartidas o los recuerdos comprados en algunos viajes o los muebles que esa persona eligió.
Rodeados como estamos estos días por la muerte como hace mucho que nunca hemos estado, hay quien pierde su tiempo en peleas que resultan estériles. En estos momentos es cuando más claramente se ve que el poco sentido que tienen ciertas pataletas, egocentrismos y afán de mando. 
Era todo sólido, eso creíamos, hasta que llega la naturaleza y nos zamarrea. Queda la vida interna vivida con pasión. La vida del que se aparta llegado un momento en su vida.