El mundo exterior


Esta mañana he salido pronto – con la fresca, como se solía decir – y la mañana nueva se aposentaba en la ciudad desierta. Las calles me recordaban a las extensas carreteras norteamericanas del Medio Oeste donde el fin está más allá del sol y apenas ve uno coches ni camiones. Había perdido la costumbre de caminar y en los primeros minutos he sentido como un vértigo que me hacía perder el equilibrio. Enseguida he recuperado mi práctica de flâneur, ahora desmantelado.
He salido porque no tenía más remedio – para cuidar mi salud. No tiene nada que ver con la epidemia lo mío pero he sentido durante algunos momentos un secreto y cordial vínculo con las personas – poquísimas, casi ninguna – que se apresuraban por la calle para ir a alguna tarea inexcusable o al ambulatorio. Allí todo el mundo llevaba mascarillas y guantes más las inexcusables batas de todos los días. Más allá del cuerpo de guardia a la entrada, apenas estábamos cinco; en su distanciamiento y silencio casi parecían reprobar las dicharacheras tertulias que eran comunes en la sala de espera hace tan solo un mes.
En el camino de vuelta he inspirado con ansiedad – sabía que en breve perdería la libertad y la sensación de amplitud y libertad. Lo sobrellevo con estoicismo y una buena rutina de lecturas; supongo que esta me lleva a lo otro, a lo que, si he de ser sincero, nunca he sido muy aficionado. Soy un epicúreo, que tiene mucho de tomarse la vida con calma y sin ardores innecesarios. La vida nos doma puede pensar alguno; la realidad es que la vida nos quita las fuerzas, los empujes pero nunca el afán ni el deseo.
No sé cuándo volveré a salir y tampoco me preocupa. La vida quieta es una manera de estar en el mundo.